Recuerdo la primera vez que tuve que coger el autobús yo sola, creo que tenía unos 13 años. Tenía que ir de compras con mi madre por el centro, así que lo más fácil, ya que mi madre trabaja por la zona, era que yo fuera para allá. Le hice repetir las instrucciones más de cinco veces, recuerdo los nervios que sentía, en ese momento eso era una de las mayores aventuras de mi vida. Calculé detalladamente el tiempo que podía llevarme llegar hasta la parada del autobús y después hasta la parada donde mi madre me esperaría. Recuerdo sus indicaciones: “Hay una zapatería justo al lado de la parada donde te has de bajar, con muchos pies dibujados, es muy fácil.” Para mí era muy complicado, le pregunté cuantas paradas exactamente habían hasta llegar, eran nueve. Desde el momento en que me subí en el bus mi corazón latía inquieto, decidí sentarme al lado de la ventana, mirando al frente y cerca de la puerta. Empecé a contar las paradas con los dedos de las manos, recuerdo un señor sentado enfrente de mí que me miraba extrañado. Me daba un poco de vergüenza mantener la cuenta con los dedos de mis manos, sobretodo cuando pasé la sexta parada y tuve que usar mis dos manos puestas boca arriba sobre mis rodillas (sí, lo sé, un poco estúpido); pero la seguridad era más importante, así que mantuve la cuenta. Cuando iba por la octava parada, muy concentrada, se me ocurrió mirar por la ventana y fue cuando vi a mi madre haciendo señas desde el otro lado. Mi corazón dio un vuelco y bajé corriendo, “¡Mama! Me habías dicho nueve paradas y estoy segura de que han sido ocho…” le dije enfadada y asustada. Después de un rato, cuando pasaron los nervios, me sentí orgullosa, sentí que me hacía mayor.
Desde entonces es en el bus donde encuentro esa sensación de que me dirijo hacia algo nuevo. Donde me encuentro nerviosa y a la vez reflexiva, donde cuento las paradas que me quedan.
Cuando trabajaba en Barcelona antes del viaje, cada día cogía el bus de camino al trabajo, miraba por la ventana las luces del amanecer y me imaginaba en otro bus, en otra parte del mundo, mirando por otra ventana. Podía sentir los nervios de esa primera vez al imaginar dónde sería y qué habría al otro lado de la ventana. Cada día, acompañada de mi música, imaginaba un poco más allá y me sentía más cerca de ese momento.
Hace poco, aquí en Filipinas, me encontré sentada en ese autobús que había estado en mi imaginación, contando el tiempo para llegar a mi destino y observando un mundo distinto al que conocía a través de la ventana. Fue entonces cuando sentí ese escalofrío que se siente cuando pasa algo especial, cuando descubres un atardecer, cuando escuchas una guitarra que se toca desde el alma, cuando resigues con la mirada los trazos de una obra de arte. Fue cuando me di cuenta de que lo había conseguido y ese escalofrío se multiplicó.
La plenitud que siento en este momento me hace feliz, no hay un destino claro, no hay un objetivo concreto, he aprendido a aceptarme a mi misma y a los que me rodean. Dejar fluir las cosas y tener paciencia son clave, disfrutar de cada momento y observar desde distintas perspectivas.
Me quedan poco más de dos semanas para volver a Barcelona y estoy feliz, feliz de volver a ver familia y amigos, feliz de volver a patinar por esas calles que conozco tan bien. Tengo ganas de volver a sentarme en mi banco preferido desde donde observar la Sagrada Familia y ver los detalles que no tomé en cuenta tiempo atrás.
Estoy cansada de ver en Facebook todas esas páginas en las que se habla de una cruda vuelta “a la realidad”. No se trata de volver a una vida que no deseas, ni a un sitio en el que no quieres estar, se trata de mantener una filosofía de vida que te haga feliz, estés donde estés. Aún no he vuelto, pero de lo que estoy segura es de que no voy a caer en una depresión “post-vuelta”, principalmente porque me he dado cuenta de que tengo la inmensa suerte de poder vivir donde quiera.
🙂
.. Life is easy ..