El mar ruge con fuerza esta mañana, la espuma blanca cubre el azul turquesa que normalmente brilla en esta playa de Cancun. Me gusta ver las olas desde lejos, incluso me apetece ir a jugar con ellas. Luego, cuando te acercas más y más, te empiezan a intimidar.
Un paso más adelante y bam! Una ola te hace perder el equilibrio y caer hacia el lado dejándote solo suficiente tiempo para recuperar la posición y poder esquivar la siguiente.
Un paso más y las olas se vuelven más grandes y el fondo más profundo. Vienen sin cesar, una tras otra, y sabes que no van a parar por ti, si estás en su camino te pasarán por encima.
Otra ola, ya cuesta mantenerse de pie, así que hay que flotar e intentar luchar contra ellas de otra manera, casi sin luchar, mas bien adaptándose a la forma del mar. Viene una muy alta, ya prácticamente no haces pie, así que toca o bien intentar mantenerse en lo más alto de la ola o sumergirse y dejarla pasar. Encuentro esta segunda opción muchas veces la más adecuada ya que no sientes el impacto y ahorras fuerzas para la siguiente, en cualquier caso, ¿significa esto que me dejo ganar? Tal vez, pero al final lo que cuenta es el resultado final, ¿no es así?
Tres, cuatro, cinco olas más, estoy cansada de nadar pero sigo porque sé a dónde quiero llegar. Finalmente vuelvo a hacer pie, por fin. He llegado al banco de arena que sabía que estaba ahí. Me pongo en pie de nuevo y desde mi privilegiada posición, puedo observar las olas rompiendo a mi alrededor, bailando entre ellas y deslizándose sin causarme inestabilidad.
En esta vida rara que vivimos, hay que saber nadar, pero lo más importante es conservar la esperanza de que la situación va a mejorar.